EL PERDÓN



Estaba un poco fuera de control, dejando ver los efectos del rush de la adolescencia. India empezaba a experimentar la rebeldía setentosa: cigarrillos, rock y alcohol. “Un completo desastre, fue lo que dejó la mujercita aquella” decía doña Clamidia, quien realmente se llamaba Clarissa de Aristurleta, pero su hijastra India, la bautizó como una infección muy molesta desde el día en que la conoció.
El colmo para doña Clamidia fue la vez que India se fue a un concierto de rock y apareció a las cinco de la mañana. No estaba borracha, pero apestaba a bar. “¿Cómo diantres entra tu joyita a cualquier antro si es menor de edad?” le espetaba doña Clamidia al viejo Roque, callado y triste, de haber perdido a la madre de India, en algún pasaje de la antigua vida. La chica ni siquiera se maquillaba para parecer mayor, andaba libre por ahí con sus panas, y no había maestro, entrenador, institutriz o colegio que pudiera con sus leguleyos argumentos, de “yo soy dueña de mi tiempo”.
Nunca fue una niña mal portada; era tímida, sencilla, rápida y avispada, como la mamá, la idolatrada y joven madre, consumida por el cáncer antes de que dios quisiera. Por tanto, a India le encantaba hablar sola. Sus hermanos, todos varones, los hijos de doña Clamidia, se burlaban de la particular maña, y andaban pendientes de sorprenderla en plena conversa. Ella se callaba y les torcía los ojos, porque no le gustaba compartir su incomprendida intimidad.
Maestros de ballet, esgrima, piano, ganchillo y mecanografía pasaron por su espléndido salón de madera, pero ninguno pudo con la indisciplina de la carajita, que se les reía en la cara cuando le hablaban de la tarea del día anterior. “Ni sueñen que haré tarea, tengo mejores cosas que hacer”, sentenció a los once. O sea que ya la cosa venía atropellada, desde la más temprana pubertad.
Cuando la mandaron al retiro de las monjas, ni se inmutó. Se llevó su walkman y una caja de casetes. Se ponía los audífonos y montaba bicicleta alrededor de un lago, miles de veces, viendo los mismos patos, disfrutando tratar de atropellarlos. Echaba a pedalear en falda, con la gran desaprobación de las hermanitas de la caridad “de quién sabe qué coños”, como les decía. Los atardeceres en el patio del conventillo eran dorados y frescos. India disfrutaba enormemente estar sola y andar así, sin tiempo, entre las monjas con votos de silencio.
A veces subía al techo y comía las fresas que recogía en los rincones, o se fumaba un cigarro de contrabando, o se tendía al sol en uno de los bancos fríos de mármol, toda desparramada, con las piernas abiertas, viendo pasar las abejas y las mariposas. Nada en qué pensar, el verano era neutral y soplaba una brisa que ni ruido hacía. En las noches comía los dulces de las monjas, sobando un gato tigrito que aparecía de vez en cuando, y claro, escuchando la sinfonía de los grillos y los sapos.
La manada de muchachos del taller de los hermanos se enteró que había una muchacha de visita. No era hermanita, pues como castigo pasaría un rato entre las viejas locas del conventillo. Los muchachos merodeaban a menudo, tratando de ver en el riachuelo alguna religiosa desprevenida, con los hábitos arriba de las rodillas. Fueron incluso tan atrevidos como para ir a sacarle permiso, para invitarla a la feria de la mermelada. “Qué cosa indecente”, dijeron las monjas, pero como la chica se portaba tan bien, pues aceptaron con la condición de llevar chaperona.
A India le presentaron a varios muchachos, de camino a la feria de la mermelada, y además le informaron que al día siguiente se escaparían para ir al río. La chaperona tenía su interés romántico en el grupo de muchachos, así que era poco lo que cuidaba. India levantó la ceja cuando la hermanita Soledad le comentó que había un muchacho pendiente de ella. “Ah buena sinvergüenza celestinera, me pusieron como carcelera”, concluyó en verso, y lo escribió en su cuaderno de notas.
Qué se podía esperar si India a los quince todavía jugaba con muñecas, escribía tonterías en el viejo cuaderno y sólo un zagaletón le había robado un beso en un paseo, así que cuando Abel se le acercó, ella no supo cómo responder, pero se emocionó un poco. Él era rubio y los bichos del río le habían picado bastante en la espalda y los brazos; para ser un muchacho del campo, se veía bastante mal. Se sentó toda la tarde con India, y le hacía chistes bobos sobre los otros muchachos. En la noche le preguntó por la ventana de su celda si quería tomarse un refresco con él, cuando las monjitas se descuidaran en el fin de semana.
India no contestó ni siquiera. No entendía el cortejo, ni se daba por aludida. En sus pensamientos sólo estaban sus casetes y sus notas. Se explotaba los oídos con rock n’ roll y escribía refranes y frases ingeniosas para insultar a sus hermanos. Pero después de salir el sábado a tomar un refresco con Abel, y descansar de los rosarios infinitos de las viejas monjas, entendió que no le gustaba el muchacho, pero era agradable conversar y reír de sus chistes inocentones.
Una tarde Abel la invitó a comer helado en su casa. India logró que la hermanita Soledad le diera puerta franca, porque un helado de esa zona nunca se rechaza, por lo caro y delicioso del mismo. Se montó en la bicicleta. Falda por las rodillas y franela blanca. Qué niña era. Llegó a la casa del muchacho y se tiró en el piso a jugar con una perra roñosa y sus cuatro perritos.
Abel estaba perfumado y nervioso. Comieron helado y escucharon la radio en la parte de atrás de la casita desierta, los padres, estarían trabajando. Abel no prestaba atención a los éxitos de la radio. Se apresuró a poner el brazo detrás del cuello de la chica y de pronto empezó a darle besitos torpes en la cara. Él sudaba. Ella miraba a los lados, como esperando que apareciera un adulto en casa y controlara la situación.
India le sonrió a Abel y le dijo que la dejara escuchar la radio. Él no hizo caso y siguió en los besos, mala señal. El muchacho fue al radio y cambió la estación, salió un tema odiosísimo de Tom Jones. Cuando regresó estaba sin camisa y se recostó en el piso junto a India.
Ella empezó a sentirse incómoda y pensó en irse al conventillo. Pero la intuición llegó tarde. Él se le lanzó encima y le levantó la falda de un tirón. Le baboseaba el cuello y ella le dijo que no quería estar tan cerca. La raspaba con la barba incipiente y la forzaba a separar las rodillas; silenció sus gritos con su propia boca y maniató sus muñecas con una sola mano. No tenía mucha hombría, pero bastó para romper las barreras de la primera vez.
India lloraba en silencio, con la mirada fija en el techo de paja. El piso de cemento raso le maltrataba la espalda. Abel pesaba mucho y se movía como un animal. Ella esuchaba “it's not unusual to be loved by anyone, It's not unusual to have fun with anyone, but when I see you hanging about with anyone, It's not unusual to see me cry, oh I wanna' die…”
Ya Abel se levantaba bastante satisfecho, rápido, sin que la asquerosa canción llegara a su fin.  Y le inquirió realmente extrañado, “¿pero por qué lloras?” Ella se redujo a la posición fetal, y se preguntó cómo había pasado esto, cómo Abel había dejado de ser gente y por qué no había luchado más para evitar que él lograra su cometido. Pero notó en sus codos rotos, en su espalda raspada y en su pelo arrancado, que sí había luchado. En el piso estaban las señas de la lucha.
Salió en carrera y adolorida de la casucha, la perra y los perritos parecían llorar al verla salir así, herida para siempre. Se montó con dificultad en la bicicleta y media cuadra más adelante, rodó por el suelo al no poder mantener el equilibrio. Se rompió las rodillas y las palmas de las manos. Ya no tenía lágrimas.
En la inmensa arca de entrada al conventillo no había nadie. Transitó hasta su celda sin que nadie la saludara, le diera un vaso de agua, o una oración para reconfortarla. Esa noche no pudo dormir, dañada, sucia, India se balanceaba en el borde oscuro de la cama. Abrió una brecha hacia adentro y se torturaba; quizá, pensaba, había sido su culpa. Una espina envenenada se había hincado en su centro y amargaba todo su ser.
India sufría pesadillas recurrentes en las que siempre veía incontables monedas que debían ser inventariadas y amontonadas; en el sueño tenía la certeza de que nunca podría, incluso invirtiendo hasta su último aliento, enumerarlas todas. A la menor exigencia se quebraba como un junco, tiraba las cosas sin querer y miraba con ojos vacíos. Fumaba muchísimo. El peso del secreto era un castigo por haber sido tan débil, por haber perdido su autonomía por un momento, por no haber visto las malas intenciones, por su silencio cómplice. Pasarían años antes de que India dijera en voz alta, cómo había sido su primera vez.
El destino quiso que India se encontrara con Abel mucho tiempo después. Él no pudo sostener la mirada; sabía que sus acciones le habían jodido la vida a quien era una niña. El karma es un perseguidor implacable y nunca olvida las deudas.  Pero ella estaba en paz, reposada, al fin había roto el dolor y sin mediar más palabras, le soltó: “te perdono”.
Sólo el amor podría recubrir las paredes de su interior. Sólo encontrar la dulzura de un amante fiel, la ilusión de un verdadero hombre, la confesión de todos sus secretos, la entrega absoluta y sin miedo, con largos años de terapia y la imagen inalterable de alguien digno, la harían sobrepasar las miserias de los humanos.
Al final del castigo doña Clamidia y su padre Roque, vinieron a buscarla al conventillo sin advertir ninguna diferencia en India.

Comentarios

Entradas populares